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domingo, 29 de diciembre de 2013

CAPÍTULO I - EL TABERNERO BORRACHO



HUETER


-¡Pfff...! ¡Era una tarde de mierda, en un día de mierda, en mi trabajo de mierda!- Eran siempre las palabras con las que Hueter empezaba a narrar el día en el que empezó todo. -¡Lo recuerdo como si fuera ayer! ¡Y eso que ha llovido desde entonces! Bueno, no tanto... ¡Tú ya me entiendes!
Hueter era un hombre bonachón, algo loco pero sin maldad, aunque su vocabulario incitara a pensar todo lo contrario. Tenía la cara desfigurada, con poca piel debido a la "enfermedad", como él lo llamaba. En la cabeza solo tenía un largo mechón de pelo rubio, que era el reflejo de la cabellera que lucía antes de que la "enfermedad" fuera desfigurándole el cuerpo con el paso de los años. Estaba de pie detrás de la barra frotando un vaso con un trapo que, más que limpiarlo, lo ensuciaba, pero él no desistía en su empeño de dejarlo reluciente.
-Ese día hice horas extras. ¡A qué mala hora se me ocurrió decir que sí a la zorra de mi jefa! ¡Si lo llego a saber me quedo en casa durmiendo la mona!- Hace muchos años, cuando Hueter era joven, le gustaba mucho frecuentar los bares. Se tomaba su botellín de cerveza con su respectiva tapa en cada bar de su barrio. Después de todo lo pasado decidió hacer de su afición su vocación. Un día de tantos de su vida vagando por las ruinas de lo que debía de ser Móstoles encontró un local abandonado. Carecía de un buen techo para poder cobijarse, pero la noche estaba al caer e ir por aquella zona era peligroso a esas horas. No tenía puerta que cerrara, pero los hostales estaban muy lejos y no tenía mucha mercancía con la que comerciar para poder conseguir una habitación, así que decidió pernoctar allí. Cuando entró vio que en realidad era un bar abandonado, con la típica barra, taburetes, un billar y muchas mesas circulares rodeadas de sofás en forma de media luna. Todo estaba cubierto de telarañas y una buena capa de polvo. Desde el momento en que vio ese escenario no se movió de allí, y durante los días siguientes buscó material para hacer un techo y se encargó de quitar el polvo y demás suciedad para montar allí su bar.
-Las comunicaciones se cortaron, no funcionaban los teléfonos- decía con voz pausada -. ¡Y en pocos momentos la luz se fue y se escuchó una explosión muy fuerte que por poco nos dejó sordos!- A Hueter le gustaba mucho contar su historia del día en que cambió el mundo tal y como lo conocemos ahora.
-¡Oye, tú, marica sin cola, deja de contar batallas de la abuela y ponte otra ronda, que esa historia me la sé de memoria!- le dijo uno de sus habituales parroquianos en tono burlón. Hueter cogió la botella verde, que contenía un whisky que solo él sabía de donde procedía. Nunca le había dicho a nadie dónde lo conseguía, pero tenía fama de ser el mejor -o uno de los mejores- de la zona.
-¡Boca chancla!- gritó Hueter -. Sabes que esto es radiactivo, y al paso que vas llegarás a cuatro patas a casa. ¡Eso si llegas!- dijo en mitad de una carcajada. A Hueter, cuando reía, se le veía mucho más la dentadura que a cualquiera, debido a su "enfermedad". Sirvió otro trago en el mismo vaso del que había bebido su parroquiano la anterior ronda y siguió contándole la historia a la chica que estaba sentada en la barra; bebía un vaso de agua embotellada y escuchaba sin decir palabra. - ¡Inmediatamente bajamos a la última planta del garaje! ¡Teníamos miedo!- narraba moviendo los brazos aireadamente una y otra vez - Fue lo primero que pensamos en ese momento pero creo que fue un error, aunque posiblemente otra opción diferente hubiera sido peor. El caso es que al poco de estar abajo todos los compañeros, otra vez se escuchó una explosión, ¡boom!, y el techo se derribó dejándonos encerrados allí.
La muchacha, una mujer joven de cabello oscuro, con unas gafas antiguas unidas por el centro con un trozo de esparadrapo, se quedó atónita e invitó a Hueter con un gesto de su mano a seguir narrando su historia.
-¡Esos días fueron los peores de mi vida!- dijo Hueter con un tono esta vez más serio-. Pasaron muchos días hasta que pudimos salir, no teníamos casi comida, la poca que había era de las máquinas expendedoras escondidas entre los escombros. La gente moría de hambre o deshidratación, pero eso no era lo peor. ¿Tú ves mi rostro ahora? Pues empecé a quedarme así desde aquel día. ¡Mira!- Hueter sacó de un bolsillo del lado izquierdo de su camiseta una foto anterior a las explosiones. -¡Este era yo!
La chica se quedó con los ojos abiertos como platos.
-¡Venga ya! ¡Ese no puedes ser tú! ¡Si esa foto debe de tener como doscientos años! ¡Ese tío debe de estar ya más muerto que...!
-¡Nada! ¡Créetelo! Es de las pocas cosas que este desfigurado podrá contarte sin que sea mentira- interrumpió el parroquiano que anteriormente le había pedido otra ronda.
-¿Tú qué te crees? ¿Que me quedé así por arte de magia?- continuó Hueter; la chica no volvió a mediar palabra-. Uno de los beneficios de mi enfermedad -dijo haciendo un movimiento con los dedos que simulaban unas comillas- es la longevidad. Aún no conozco a nadie con mi mismo problema que haya muerto de viejo. Sí con un balazo en la cabeza, o reventado por alguna mina, y otros se han vuelto locos y depravados, pero de viejo ninguno.
Dejó de hablar un momento para servirse otro chupito que se bebió de un trago. Le cayó un poco por la comisura de lo que antes eran sus labios y continuó.
-¡Tranquila, que yo no me puedo emborrachar! ¡Otro beneficio!- Soltó una carcajada un tanto siniestra-. Los días pasaron, y los que no morimos empezamos a sentir cambios en nuestro cuerpo: el pelo se nos caía poco a poco, la piel la teníamos como si hubiéramos pasado un día entero en la playa sin ponernos protección solar, cada día que pasaba teníamos menos apetito… y eso solo fue el principio. Semanas después, cuando otra explosión cercana abrió un boquete entre los escombros, pequeño pero suficiente para que pudiéramos pasar, conseguimos salir a la superficie. La mayoría de las personas murieron, y los pocos que sobrevivimos vimos cómo la piel empezaba a caérsenos como si de escamas de peces se tratara... -Hueter suspiró-. ¡En fin, si quieres saber cómo sigue esta historia pásate otro día y te invito a la primera, que si te la cuento entera ya no volverás! Je...je...je...
La muchacha asintió y mostró su sonrisa. ¡Qué diferencia había con la de él, aunque tuviera los dientes un poco amarillentos!
La tarde transcurrió tranquila. Poco a poco el bar se fue quedando vacío hasta que solo quedaron él y su fiel parroquiano, que había pasado toda la tarde bebiendo y jugando a las cartas, aunque parecía que aún no había tenido bastante.
-Peiton, tío, vienes poco pero cuando vienes dejas una buena caja y una colección de botellas vacías- dijo Hueter riendo.
-Pu...pu...pues a ver ahora quién me lleva a casa...-respondió el parroquiano con claros síntomas de embriaguez. Peiton era un hombre de mediana edad de pelo largo, barba canosa y poco arreglada. Iba un par de veces por semana al bar, pero cuando iba siempre salía el último y con serias dificultades para caminar. Hueter se sentó con él en una parte del sofá pegado a la mesa, abrió otra botella en la que solo quedaban dos vasos justos de whisky y sirvió uno para cada uno.
-¡Venga!- dijo con voz alta mientras servía-. Este es el último y te acompaño a casa, que a estas horas y con el pedo que llevas seguro que no llegas. ¡Mira!- dijo señalando la ventana-. Ya es de noche, y ya sabes lo que eso significa.
-¡Sssíii!- respondió Peiton.
Terminaron de un trago su último whisky y se dispusieron a salir.
-¡Espera!- dijo Hueter frenando en seco-. Voy a coger la play, no vayamos a encontrarnos alguna sorpresa por el camino.
Hueter pasó un momento detrás de la barra del bar y se agachó. Sujetada por dos alcayatas estaba su vieja escopeta, una Stonecoat con culata de madera y doble cañón de acero, que siempre lo acompañaba cuando no estaba en el bar.
-¡Hale! ¡Ya podemos irnos!- gritó, y Peiton asintió con la cabeza-. ¿Tú tienes tu pipa o la has perdido?
Hueter vio cómo Peiton se levantaba la camisa y señalaba hacia su cinturón, donde tenía su pistola, una Beretta M92FS del calibre cuatro guardada en la funda.
Salieron del bar y Hueter cerró con un portazo. Fueron por un camino de piedras que había justo delante del local. Hueter iba fumándose un cigarro mientras su parroquiano caminaba mirando al suelo, concentrado en no caer. Era una noche cálida, el verano estaba a la vuelta de la esquina, había pocas nubes y se veían muchas estrellas en el cielo aunque no había luna.
En la oscura noche no se veía a nadie, solo ellos dos caminando en silencio.
-¡Espera!- dijo Hueter poniéndole una mano en el pecho a su parroquiano para que se detuviera-. ¿Has oído eso?
-¿El qué?- respondió Peiton con dificultad.
-¡Viene de ahí!- Hueter señaló a unos arbustos que se movían a su derecha. Peiton sacó su pistola y apuntó hacia ellos tambaleándose.
-¡No dispares!
Aunque sus palabras no sirvieron de nada: Peiton empezó a disparar. Una de tantas balas dio en la cosa que estaba haciendo que se movieran los arbustos y se escuchó un gemido.
-¡Bravo! Te has cargado una rata. Ja...ja...ja...- dijo Hueter entre carcajadas-. Te dije que no dispararas para saber primero lo que era y has vaciado un cargador para matar una triste rata. Me vendrá bien para uno de mis estofados. ¡Mañana menú del día!- No podía parar de reír-. ¡Anda, ve! Tu casa está ahí delante, pásate mañana por el bar y te pagaré por salvarme la vida ante tal abominación.
El alcohol había afectado demasiado a Peiton, el cual intentaba reír aunque no podía, y mediante grandes esfuerzos llegó a su casa. Hueter esperó a lo lejos para ver si entraba o no. Y cuando Peiton estuvo dentro dio media vuelta, cogió la rata muerta y emprendió el camino de regreso al bar.
Puto borracho, pensó. Al menos tenemos una presa fresca para mañana.
Cualquier animal era bueno para poder llenar la panza. Y para comerciar, si era fresco, mejor aún. Hueter sabía cocinar cualquier presa, siempre con la misma salsa y con un sabor muy parecido. Igual cocinaba un día una rata y al otro un trozo de cabra que sabían prácticamente igual.
La noche era más oscura a cada momento. Iba mirando el ejemplar cazado por su parroquiano: era grande, aunque estaba sucio y lleno de sangre.
¡Una rata!, pensaba. Cómo se nota que se acerca el verano: estos bichos solo salen al exterior cuando hace calor.
Solo habían transcurrido unos minutos desde que habían salido del bar hacia casa de Peiton, pero a Hueter le pareció que hubiera estado toda la noche paseando. Abrió la puerta de su bar: estaba todo tranquilo. Había pasado de la alegría del día a la soledad de la noche y eso lo deprimía. Ser longevo y no envejecer tenía sus ventajas, pero le había dejado graves secuelas físicas. Hacía mucho tiempo que no sabía lo que era ser amado, ni tener relaciones sexuales aunque pagara, ya que carecía de órganos genitales. La gente que le importaba moría y el mundo en el que vivía era de todo menos alegre. Pobreza, guerras, asesinatos, violaciones... Había visto demasiado de todo y muy poco cambio desde que aquella guerra casi aniquilara a la humanidad.
Se sentó en el porche de su bar. Aquella noche no tenía sueño. Como casi ninguna noche. Sacó un puro de su colección, se lo encendió con el Zippo y le dio una buena bocanada. Entre el humo y la oscuridad de la noche casi no veía el camino que cruzaba por delante de su bar.
-¡Mierda de vida!- dijo en voz baja; al fin y al cabo nadie le iba a oír. Tenía una pistola amarrada debajo de su silla por si surgía alguna emergencia; la despegó y apuntó a una lata que había encima de una piedra, a unos veinte metros de distancia. Disparó y dio de pleno. Cada vez tengo mejor puntería, pensó.
Se quedó mirando fijamente la pistola durante un momento. La puso apuntando a su cabeza.
En esos momentos le pasaron por la mente muchas imágenes de su longeva vida: su primer amor, su prometida a la que perdió en el momento en que cayeron las bombas; el repentino cambio en su físico, las batallas de las fronteras, las torturas en el norte del valle atomizado, los amigos que dejó atrás. Le entraron muchas ganas de apretar el gatillo y acabar con todo, pero en el último momento se arrepintió.
-¡Mejor otro día!- dijo, y empezó a reír con mucha fuerza. Dio otra bocanada al puro y siguió-. ¡Aún tengo que acabar de contarle la historia a la muchachita de la sonrisa bonita!